miércoles, julio 01, 2009

TODO LO QUE HICE MAL

Darío Basavilbaso

MI TÍA Y MI PRIMA Capítulo 6.

Una de las ventajas (las otras las desconozco) de que Magda y yo nos separáramos tan súbitamente era que, por buscar una distracción efectiva, hacía lo primero que se me ocurría. Las experiencias por lo regular eran de mínima a mediana complacencia; una sensación de vacío se adueñaba de mí y de mis pobres convicciones. La extrañaba, carajo, más que antes.

Caminaba por calzada de los Misterios (nunca antes me había adentrado tanto al norte de la ciudad). El nombre de esa avenida me trajo a la mente una frase lapidaria de Albert Camus “Cuando se acaba el misterio se acaba la vida”. Palabras que en ese momento me parecían vitales pero indeterminadas. Llegué a la calle X y me adentré algunos pasos, las franjas de casas que aparecían a ambos costados eran tan de similar fachada que dudé a cual de todas esas viviendas decimonónicas me dirigía. Detuve mis pasos delante de una que me pareció la que buscaba; era una casa tosca y descolorida. Traté de encontrar en su arquitectura algo definitivo que me diera la plena confianza de que ese era el lugar indicado. Un jardín sencillo con algunos heliotropos y unos conjuntos grisáceos y dispersos de helechos moribundos no me dijeron gran cosa. No perdía nada llamando al interior pero una campana herrumbrosa y algo grosera me llevó a desistir. Recordaba poco a mi tía pero sabía que el sonido tan contundente del hierro forjado no era el medio de informarle que tenía visitas.

Crucé la calle con dirección a la casa que estaba enfrente (tener el número de la casa evita estos problemas pero olvide pedírselo a mi tía cuando hablamos por teléfono) Mientras llegaba a la vereda opuesta, noté que una persiana de la casa que me dirigía, ofrecía un sutil movimiento; no se trataba del delicado ritmo que provoca la acción del viento, sino aquel que una mano inquieta separa los pliegues cuidadosamente para observar con mórbida curiosidad lo que afuera transcurre.

Mis dudas se disiparon, en mi familia existía una añeja disposición a observar tras el resguardo de una cortina gruesa y llena de polvo. Me ubiqué delante de una rea pesada y sombría. Dudé por un momento, si llamar o aguardar; apenas un par de horas antes había hablado con mi tía y supuse que me esperaba. Como nadie salió a recibirme en los siguientes seis o siete minutos, decidí llamar, a pesar de que sabía que mi presencia ya era conocida de alguien en ese hogar.

Era ella, la misma que había dejado de ver durante cuatro años, y ahora por necesidad buscaba. Sabía de antemano que mi tía, no hace mucho, enfermó de gravedad. Y en su andar descompuesto y trabajoso sobre la piedra caliza que cruzaba el jardín, adiviné que no las llevaba todas consigo. Carecía de movimiento en el brazo izquierdo, su mano era como un pájaro muerto en mitad de su cuerpo, la pierna de ese mismo perfil, era como la pata de palo de un pirata bravío. Su cara tenía las arrugas del desden; a pesar de que intentó recibirme con una sonrisa, no había nada en ella que ofreciera una grata bienvenida.

Con una llave que traía atada al cuello, buscó la forma de abrir el candado que protegía su hogar, su faena fue prolongada, era evidente con este ejercicio torpe, que rara vez salía de su casa o recibía visitas. Intenté ayudarla pero no me dejó. Finalmente, después de un tiempo que ya comenzaba a ser penoso, el candado y la llave fueron dominados.

Ya teníamos un rato uno frente al otro y el absurdo preludio de abrir el enrejado nos dejó con pocas ganas de saludarnos. Sin embargo nos dimos un abrazo insípido. Cruzamos el patio, ella se ayudó de mí para retomar el mismo camino de piedra caliza ahora en dirección contraria. –Un jardín sumamente descuidado- pensé, mientras cruzamos lentamente un camino de laja rústica y mi tía se apoyaba excesivamente de mi brazo.

Obviamente la percepción estética del descuidado jardín no fue la peor experiencia de esa ocasión. Lo indescriptible fue el interior de la casa; utilizar la palabra desorden es vaga y algo generosa. El caos, como tal, lo desconozco, sólo puedo decir que nunca había visto algo semejante: una ausencia total de muebles era sustituido por bultos de nylon de diversas proporciones que parecían contener ropa. El piso era de madera pero con un desgaste semejante al de una vivienda abandonada. Violentos hoyos en el piso trabajo de sempiternos roedores se volvían trampas mortales en el mejor de los casos. Lo que daba un aspecto más imponente a esa singular miseria era el área de ruindad, excesivamente amplio. El espacio que correspondía al living y al comedor era como un cementerio de bultos, pero la cocina era todavía peor: una cavidad aniquilada por un desmantelamiento programado la dejó en un derrumbe parcial. Era evidente que la intensión de mi tía (o de quien fuera) consistía en remodelar la cocina pero la tarea inconclusa daba el peor de los aspectos.

A pesar de su dificultad para caminar mi tía apuró sus pasos, cierto pudor la obligaba a dejar atrás los lamentables escenarios. Subimos las escaleras, ahora yo detrás de ella. El segundo piso era una imitación casi perfecta de la planta baja. Igualmente, y a manera de absurda ironía, un baño como la cocina, gozaba el placer del trabajo que se inicia pero nunca se concluye. A nuestro paso encontré más y más bultos de nylon de proporciones alarmantes. Algunos de estos tenían el tamaño justo para guardar en su interior uno o dos cadáveres. Me dejé sugestionar por esta idea y agucé mi olfato en la búsqueda de un olor que incriminara a mi tía en graves delitos. Pero lo único que percibí por la nariz fue el nocivo efluvio de los felinos domésticos. Al principio el tufo era imperceptible pero conforme avanzábamos en nuestro recorrido se incrementaba y mezclaba con un olor a humedad igual de nocivo y con el aroma peculiar de lo que se llama abstractamente percudido.

Antes de que mi estómago se revelara me pregunté como era posible que mi tía pudiera vivir en semejante condición.

Cuando escuché la palabra me gustó, pero yo era muy chico y no conocía el significado, me sonaba como un caramelo con dulce de leche. Al saber que mi tía se había casado con un Gigoló pensé que sin duda era una buena noticia.

-Pobre Celia María- decían los adultos de entonces y yo no comprendía por qué, tal vez no les gusta el dulce de leche.

Venía a visitarnos dos o tres veces por mes, era como una condesa gorda y anticuada. Yo la esperaba con ansia, los “domingos” que llegó a darme, a comparación de los de mi viejo, eran verdaderas fortunas. No supe si era familiar de mi padre o de mi madre, o alguno de esos personajes que el hábito los obliga al parentesco; pero nunca me importó, ella me llamaba sobrino y yo la llamaba tía. Al crecer un poco me invitó a trabajar con ella, tenía un negocio de amuletos y perfumes para el amor. El negocio era altamente lucrativo, mi actividad consistía en empaquetar y clasificar fragancias, con lo cual obtenía pingüe beneficio. Como siempre mi viejo, un aguafiestas, me sacó de la empresa por no sé que obligaciones escolares mal asumidas de mi parte.

Con el tiempo el Gigoló se rajó con una mina veinticinco años menor que él y un buen porcentaje de los bienes de su legítima esposa. Mi pobre tía quedó con un aneurisma que la dejó como hoy se encuentra. Del admirable patrimonio que reunió con años de trabajo, le quedaba esta enorme casa, alguna renta y nada más. El resto lo dilapidó su hija: mi prima Laura, la cual no estaba en casa pero no tardaría en llegar.

Su recámara por suerte, daba otro aspecto, una cama king size ocupaba la mayor parte del aposento. Inmaculadas sábanas poliéster-algodón provocaban un ligerísimo respiro a la desagradable impresión de toda la casa. Una televisión grande y de pantalla plana estaba justo enfrente de la cama. Del otro lado de la habitación había un placard de madera fina y bien cuidada. Un aroma a perfume envolvía todo el cuarto, se trataba de una fragancia exquisita que mantenía a distancia el fato gatuno del exterior. No sé tanto de esencias aromáticas como Grenoullie pero algo de voluptuoso había en ese perfume que por momentos me recordaba a Magda pero –debo ser sincero- me remitía a mujeres más inalcanzables.

Celia María que al parecer no cambiaba las visitas por su programación favorita, no habló más que durante la barra de comerciales.

-¿Qué necesitas hijo?- preguntó viendo de reojo la pantalla para reintegrar su atención cuando fuera necesario.

-No tengo donde quedarme- dije abruptamente.

Mi marchita tía iba a responderme algo pero su programa lo impidió. Pasó un tiempo prudente y nuestro dialogo se reanudó con los créditos de salida.

-¿Así que no tienes donde quedarte?-

-No tía- respondí acompañando mis palabras con un tono trémulo, previamente calculado.

-Te puedes quedar aquí- me dijo volviendo su vista a la pantalla del televisor.

No supe agradecer esa sincera invitación y ella estuvo por un rato atenta al programa que comenzaba. Por suerte no fue de su agrado y con el mando a distancia apagó el televisor y reanudó la conversa.

-Tenemos un cuarto de huéspedes ¿quieres verlo?-

Sin desearlo y antes de seguir a mi tía pensé en Magda, para un proceso expiatorio como el mío, vivir en esa casa desastrosa y mefítica era justo lo que merecía. Acepté conocer el cuarto de huéspedes y esto fue lo que vi:

El piso de madera estaba podrido en gran parte por los permanentes meados de gato, la mierda de los felinos también tenía su lamentable presencia. Una gruesa capa de polvo sobre todos los muebles me remitió a un poema “el polvo en mí ha marcado su cauterio, soy víctima de culpas olvidadas”. Al centro de la habitación había una cama tan pequeña que parecía pertenecer a un gnomo maldito, un colchón tan deprimente que recordé la novela de El Juguete Rabioso. Al igual que en toda la casa, existía la enfermiza presencia de los bultos de nylon; ahora desbordados por ropa femenina de toda clase. A los costados de la habitación, unos libreros agobiados por la carga permanente de volúmenes de pasta dura, me dieron la impresión de estar soñando. No podía creer que en medio de tan exultante condición se mantuviera incólume un breve pero significativo acervo literario. Me acerqué con avidez a mirar los títulos, había en ese prolijo cúmulo, una veta de grandiosa literatura. Incluso (a manera de exceso intelectual) una edición de lujo de la obras completas de Octavio Paz.

Acepté contento la habitación, suplicándole a mi tía me permitiera asear el lugar. No tuvo inconveniente, incluso me dio algo de dinero y me indicó como llegar a una tienda de artículos de limpieza. Me llevó toda la tarde dejar mi hospedaje medianamente presentable. Cuando se hizo de noche me dio hambre, no me animé a solicitarle alguna vianda a mi tía, preferí acercarme al librero y buscar algo para leer. Tomé la novela de Almas Muertas y me la llevé a mi pequeña cama.

Por un buen rato olvidé la inminente llegada del miembro de la familia que falta. Un golpe brusco de la puerta, acompañado unos pasos lentos y pesados fueron el aviso. Mi memoria se activó como una ráfaga hostil. Mi prima no era precisamente la mujer con las mejores intensiones. Era, (según recordé) caprichosa, mal educada y bastante frívola. Además que en su estilo había algo que hacía incómoda cualquier convivencia. Guardé silencio y me agazapé como un intruso, sentí que su lánguida marcha se detenía delante de mi puerta. Como un perro de caza husmeó con el olfato pero no se decidió a entrar. Reanudó su camino, casi al instante, con dirección a la habitación de mi tía, que era también la suya; se detuvo definitivamente y dejo caer algo al piso que supe después, eran bolsas de nylon llenas de ropa.

Alcancé a escuchar las primeras palabras que ambas mujeres intercambiaron el tono de mi prima que siempre fue brusco, iba tornándose como un ladrido agudo y atropellado. Ya no alcancé a oír más. La puerta de la habitación se cerró y apagó las voces. A los pocos minutos volví a escuchar los pasos, lentos y pesados, esta vez sin duda con dirección a mí. Me senté en la cama, de frente a la puerta, mi posición era franca e inofensiva. Mi prima entró sin llamar, fue una fracción de segundo que uso para reconocerme después de algunos años sin vernos. No me saludó, se dirigió directo a sus enormes bultos, a verificar que sus tesoros se mantuvieran intactos. Al comprobar que sus nocivos bienes permanecían indemnes se acercó a mí con relativa precaución y me preguntó cómo había estado en estos últimos años sin vernos. Mi prima realizaba un esfuerzo considerable por escucharse amable no hubo más que decir y me dejó sólo a los pocos minutos.

Esa noche me costó trabajo dormir, tenía muchas dudas respecto a mi futuro inmediato. Estaba seguro que tarde o temprano y un poco a la fuerza, quizá. Volvería irremediablemente con Magda. Pero mientras pudiera resistir estaba condenado a aguardar en esa madriguera. Por el lado de mi tía no había de que preocuparme, mientras no fuera interrumpida en su programación favorita podríamos momificarnos juntos, pero Laura era el único e innegable inconveniente que delimitaba su terreno con meados y excrementos. Sin duda, mi prima, no sería indiferente a mi presencia, en algún momento le resultaría incómoda y pensaría en algún recurso para largarme.

En cierto momento, extrañé el hotel de la colonia Roma; –ahora tan lejano que parece un sueño- su canal de pornografía, el olor a desinfectante que no alcanzaba a disimular la fosa de semen y fluidos vaginales que era cada habitación. La soledad, el frío y los recuerdos más persistentes.

Tomé el ejemplar de Almas Muertas, como mi cama estaba junto a la ventana decidí alumbrar mi lectura con la luz del exterior. Así me mantuve un buen rato hasta que me venció el sueño y me acomodé para dormir en mi lamentable cama que sólo guardaba mis piernas a la mitad.

Pasaron los días, sin mucho sentido. La primera mañana desperté muy temprano y me quedé asomado a la ventana hasta casi el medio día, hora en que se escucharon los primeros movimientos en la casa. Casi a la una de la tarde probé mi primer alimento que consistía en leche y pan. Mi prima un poco a la fuerza, me invitó a acercarme a su habitación para compartir el desayuno.

Al centro de la cama se colocaba los sustentos como si se tratara de una mesa, por supuesto la comodidad era mínima en esa improvisación, se podía comer hincado en el piso o sentado en la cama girando la cintura. Ambas mujeres recurrían a esa segunda opción. Sólo mi tía habló durante el desayuno –siempre con la boca llena- sobre lo bueno y generoso del pan y la leche. Mi prima, por su parte, masticaba los alimentos con una grotesca expresión de enfado. Yo, apuré el desayuno, aunque no estaba ni medianamente satisfecho preferí retirarme y volver a mi habitación. Retomé mi lectura y no abandoné mis aposentos hasta que mi tía fue a buscarme para la merienda.

El modus operando era el mismo, los alimentos al centro de la cama, nosotros como una espiral en torno a ellos. En esa ocasión la merienda no fue tan frugal como lo imaginé, consistió en pollo rostizado y una guarnición de frijoles refritos.

-¿Siempre compran la comida en la calle? Fue lo único que se me ocurrió preguntarle a mi prima.

Su respuesta fue una mirada rencorosa y punitiva, presentí que mi pregunta iba más allá de lo que ella pudiera tolerar de mí, que sin duda era muy poco.

Afirmó con la cabeza y se dirigió a mi tía como yo no existiera o estuviera a punto de desintegrarme.

Más o menos de ese tipo fueron los días subsecuentes, sólo en una ocasión intenté dar un paseo por el barrio, pero como desconocía el rumbo y me deprimía estar tan al norte, volví a los pocos minutos y mi tía tardó más en abrirme que yo en pasear.

Lo que más hice fue leer, después de Gogol, pasé a Turgeniev, después a Pushkin. Antes de pasar a la literatura francesa, leí la magnífica novela: José Trigo de Fernando del Paso.

Sin dificultad me acostumbré a los horarios de mi indolente nuevo hogar. Es decir, despertar al mediodía, pero en mi caso con una sensación de vergüenza mezclada con estupidez. Una mañana mucho antes de lo acostumbrado, mi tía me llamó a lo bajo. No pude evitar un sobresalto cuando abrí los ojos y la vi al borde de la cama, observándome con el gesto mustio de una mujer que no ha vencido la enfermedad.

-¿Qué pasa tía? Le pregunté mientras trato de incorporarme y ella lo evita colocándome la mano sobre el pecho. Tardó un poco en hablar, tenía la atención puesta en su habitación. Mientras esperaba que dijera algo miré la hora, eran las ocho treinta de la mañana, bastante temprano para los hábitos de esa casa. Me alarmé.

-No tengo dinero- fue lo primero que salió de la voz vacilante de mi tía.

Me miró con un gesto solícito de misericordia, torció los dedos de su mano inerte. Yo me iba desesperando ante sus afligidas manifestaciones de infortunio. Tuve deseos de colocar mi pie detrás de ella y empujarla hasta que cayera de la cama para que su gesto lastimoso cesara.

Su confesión tenía las características de un chantaje. Una invitación (tal vez) a dejar de ser un huésped improductivo, y convertirme en un miembro económicamente activo de la familia. Consideré que no era excesivo solicitar una renta. Sólo que su estrategia me pareció tan tonta como ella y quise detenerla.

-Tía, ya había pensado en ponerme a trabajar, pero ahora…-

Celia María se secó las lágrimas que ya le brotaban, con la mano humedecida me acarició la mejilla.

-No se trata de eso- me dijo con un tono maternal.

Sus últimas palabras me confundieron aun más, iba a decirle lo primero que se me ocurriera pero preferí guardar silencio y esperar lo que tuviera que decirme.

Antes de hablar, miró nuevamente a su habitación, con el sentido auditivo depurado para la ocasión espero un momento, al percatarse de que no corría peligro de ser escuchada me confesó un secreto guardado por años.

-Tengo un terreno que debo vender y necesito que me ayudes-

Soy bastante bruto, de lo contrario no estaría aquí, pero cuando dijo esto último entendí muchas cosas que a lo largo de la charla se fueron aclarando como el amanecer que tenía a mis espaldas.

Su hija-me dijo- era una compradora compulsiva, esta obsesión la había hecho gastar más que lo que obtenían de una renta regular. Las deudas ya eran superiores a sus ingresos y ya la amenazaba el fantasma del embargo.

El terreno, el cual ahora sólo ella y yo conocíamos, no podía ser comisionado a su hija sin el grandísimo riesgo de perder todo en ropa.

-Además- agregó Celia –tendrás una ganancia que buena falta te hace-

Yo había imaginado un lote igual de deprimente y ruin que la casa donde cohabitaba con mi tía y mi prima, pero estuve equivocado. Se trataba de un baldío de magnífica ubicación y mejores dimensiones. Pronostiqué una pronta venta y casi fue así.

No sé cómo, pero mi prima se enteró de la sociedad que su madre y yo establecimos, esa noche apareció en el cuarto de huéspedes para insultarme hasta el cansancio. Estuve a punto de soltarle un revés a la mandíbula y largar de esa casa, pero afuera llovía y además ya tenía pensado el destino de mi comisión. Hice un esfuerzo inédito por soportar sus vituperios sin responder. La única manera de evita un boicot fue incluirla en la sociedad. Allí comenzó mi absurdo calvario, lo que parecía easy Money fue una labor muy complicada.

Laura (como buena solterona) desconfiaba de todo aquel que se le acercara. Su argumento para descartar compradores era siempre el mismo: “Nos quieren robar”.

Pasó mucho más tiempo del que creí necesario, y el comprador definitivo no llegaba, estábamos como al principio, cuando mi tía fue a decirme, entre mocos, que no tenía dinero; pero ahora con el inconveniente de que su hija no sólo estaba enterada sino que era el gusano que pudría la manzana. Por momentos los empeños de mi prima se orientaban a mandar al carajo mis planes. Esto, a costa de perder también ella algún beneficio. Era ya esa virtual venta una lucha intestina de la estupidez en dos formas concretas, la suya y la mía, habría que ver quién ganara.

El licenciado Billarent estaba realmente interesado en el terreno, me llamó casi a diario pidiéndome una solución definitiva. Mientras Laura no diera el visto bueno, yo no podía confirmar absolutamente nada. Como en los casos anteriores, el cliente desaparecía cuando mi socia los sometiera a sus nefastos interrogatorios. Yo ya no estaba dispuesto a perder otra chance y le envié una doliente carta al licenciado.

Estimado lic. Billarent:

Supongo que su repentino silencio tiene una sobrada justificación, y esta es que conoció usted a mi prima y no le quedaron ganas de proseguir con un negocio que llevábamos tan bien.

Deseo, antes de que tome una decisión definitiva, hacerle sabedor de una absurda pero real historia familiar.

Como le dije en su momento, la dueña legítima del terreno, que pronto será suyo es mi tía Celia María, la cual está imposibilitada físicamente para llevar a cabo sus propios asuntos. Permítame decirle que esta mujer de quien le hablo es admirable: ha luchado toda su vida contra un sinfín de adversidades y (qué ironía) fue castigada con un tumor cerebral cuando sus días comenzaban a ofrecer los frutos de su inagotable trabajo.

Enfermó entonces y estuvo al borde de la muerte; la misericordia de Dios y la voluntad de su espíritu, que nunca desfallece, la sacaron adelante. Con muchos sacrificios ha llegado hasta hoy con un amor a la vida inquebrantable, sus oraciones y sus desvelos le han traído por fin la buena noticia de que tiene posibilidades de operarse y volver con toda dignidad a su vida pasada. Obviamente esta operación de que le hablo es de altísimo riesgo y de cuantiosa suma económica. Gracias a Dios, mi tía supo prevenir, con su trabajo de años, estos momentos en que la vida la pone a prueba. Y tiene los recursos morales y financieros para salir adelante. Por ahora no es dinero contante y sonante del que goza, sino en el magnífico terreno que usted sabe, vale más de lo que cuesta.

En esta muestra de honorabilidad y amor a la vida, mi tía a puesto en mis manos, la misión más importante que es lograr la venta de este terreno para que los días aciagos toquen su fin y vuelva la felicidad de la buena y completa salud.

Si toda esta historia terminara aquí, el negocio se hubiera hecho en completa armonía desde hace tiempo, pues usted y yo somos caballeros de palabra, pero todo el ejemplo de buena voluntad y honor, tiene algo que atrae a las sombras del mal que siempre acechan. Pero cuando el bien triunfe sobre la maldad y las tinieblas se disipen pero fin el azul claro abarcará el cielo de los justos.

Mi prima no es mala, es decir, no mataría o haría daño (dudé) conscientemente pero es producto de una vida desperdiciada y frágil, tal vez el único pecado de mi tía fue, no darle una atención valiosa a su hija. Hoy esta joven teme que con la salud restablecida de su madre se vuelva a un pasado que definitivamente no quiere volver a vivir. Es por eso que intenta frustrar el negocio, y puedo decir que la entiendo; tal vez mientras su madre dependa de ella, esto le otorgue seguridad y afecto, un afecto que pretende defender a costa de lo que sea. Todos tenemos derecho a la mejor calidad posible de vida. Considero que la salud de mi tía sólo atraerá bienestar emocional a toda la familia la cual se compone de su hija y yo. Mi prima sabrá al fina, que por ahora, actúa erróneamente.

Por lo tanto licenciado, le doy mi palabra que este terreno será suyo, déme sólo unos días.

Atte: Diego Basave

Fui a dejar la carta a su oficina, no pasaron más de dos días cuando recibí la llamada de Billarent.

-Acepto, lo espero una semana más- me dijo y se despidió.

A los cuatro días nos encontramos en su despacho, el negocio era una realidad que comencé a palpar gustoso. Mi prima, afortunadamente, se mantuvo a raya, con el ceño fruncido y mirando en todas direcciones para evitar sorpresas. Yo hice una pequeña trampa con anticipación; reduje el precio del terreno a cambio de una segunda comisión de parte del comprador.

Sólo faltaba firmar papeles, nadie, incluida mi prima, borró las sonrisas de su respectivas caras, se contaron algunos malos chistes que nos dieron mucha gracia. Cuando nos despedíamos la esposa del licenciado Billarent se acercó a mí y me preguntó.

-¿Usted le mandó esta carta a mi esposo?- mostrándome un sobre que me era familiar

-Si- respondí vacilante.

-¿Es escritor o algo así?-

-No- respondí –Para ser escritor se necesita tener la convicción de haber vivido-

Ambos sonrieron y me marché, algunas frases de Cortazar a veces me ayudaron en momentos así.

Hacía mucho tiempo que no tenía tanta plata –pensé- mientras contaba mi comisión sentado en el excusado de un baño en el mismo restaurante donde iniciamos las negociaciones. Yo me había negado a verificar que la cantidad fuera correcta, pero Billarent me insistió tanto y con tan buenos modos que no tuve remedio. Todo ese dinero era mío y lo había ganado a la buena.

De inmediato me dirigí a comprar una valija, la que más me gustó sin importarme el precio. Al llegar a casa de mi tía, ya me esperaba ella y mi prima con una suma similar a la que calienta mi bolsillo. Delante de ambas conté la guita como un comerciante ávido y desconfiado. Era lo convenido, ni más ni menos. Fui a mi habitación y comencé a llenar la valija con mis pocas y franciscanas pertenencias. Incluí el mejor acervo literario de ese hogar lo que impidió que mi equipaje cerrara. Tuve que llevarme un par de libros bajo el brazo. Fui a despedirme de mi tía(Laura había desparecido) hubo algunas lágrimas de su parte. Aunque no estaba ligado emocionalmente a esa familia, no pude evitar una ligerísima tristeza. largué con mínimas ceremonias, como si fuera a volver esa misma noche.

Mientras me alejo por la calle hacía la Calzada de los Misterios, voltee y ví a mi tía observándome por un resquicio de la persiana, le hice una última seña de despedida con la mano y seguí mi camino.

-¿A dónde lo llevo?- me preguntó el taxista cuando abordé dificultosamente debido a los libros bajo el brazo y la valija.

-A la Santa Julia- solicité cuando estuve acomodado.

El chofer me miró por el espejo retrovisor a manera de examen crítico yo le sonreí y extendí mi brazo a lo largo del respaldo del asiento porque el mecanismo de los hechos no me importaba.

No tardamos mucho en llegar o por lo menos así me pareció.

-Espéreme un momento, le indiqué cuando llegamos frente al número once de la calle Tizoc.

La distancia que me separa del conocido zaguán herrumbroso, era menor, pero suficiente para tomar mis precauciones: -Si no está, me largo con la primera putilla que se me cruce en el camino- Me digo mientras recorro el pequeño tramo.

Me temblaba el pulso al tocar el timbre, la espera me pareció agónica, el taxista también desesperaba; se remueve en su asiento y mira permanentemente en torno suyo. Llegué al límite de mi paciencia, iba a volver al taxi cuando una sombra inesperada se dibujó a lo largo del corredor.

Finalmente apareció, no sabría decir como la vi en ese momento, pero mi corazón estaba impaciente.

-¿Estás muy ocupada? Le pregunté como un novio adolescente y avergonzado.

-No- me respondió con ese tono macilento que siempre utilizó al momento de reencontrarnos.

Yo la miro como si quisiera averiguar algo definitivo en su semblante, no encontré nada que me hiciera vacilar y le pregunté:

-¿Quieres ir a Zihuatanejo?-

Primero me miró confundida, después sentí que dudaba de mi lucidez. Saqué de la valija uno de los sobres con dinero y se lo extendí.

-Tengo plata, confía en mi-

-De dónde sacaste eso- me preguntó con cierto temor viendo el dinero como si fuera un cadáver exquisito.

-Robé un banco, por ti, me busca la policía-

Magda me miró de pies cabeza, se tornó trémula, no tenía un pelo de moralista, si lo de un robo fuera cierto, no pasa nada, pero no era cierto y lo sabía. Era de ese tipo de mentiras infantiles, sin valor, y absurdas que de pronto le dirigí con la intensión de mantenerla a mi lado o recuperarla como ahora.

Hubo un silencio, Magda sostuvo el dinero que le entregué, con total indiferencia, su vista se mantuvo lejana, parecía que su meditación se prolongaría indefinidamente.

-¿Vienes conmigo o no?- le pregunté con ansiedad.

Pasó menos de un segundo y Magdalena me miró como si de pronto entendiera todo. Afirmó con la cabeza y abrió el zaguán que hasta ese momento se mantenía cerrado.

-¿Cuando nos vamos?- preguntó finalmente.

-Ahora mismo- le respondí.

Hubo una última prolongación de pensamientos de su parte. Para después sonreír y agregar.

-Tengo que hacer mi maleta-

Volví al taxi a pagar, la cuenta que marcó el taxímetro era excesiva, de cualquier manera, pagué e incluí una generosa propina.

Magda me esperaba con el zaguán completamente abierto y detenido con el pie. Sus brazos ligeramente dispuestos, su sonrisa fresca y tal vez tierna. Antes de precipitarme a ella pensé: -nada cambió, todo sigue igual, como siempre-.



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