martes, julio 20, 2010

Le puede suceder a cualquiera

Por Darío Basavilbaso

P


or aquí circula mucha gente, pero los burócratas se reconocen entre ellos con facilidad. Por eso cuando Emilio volvía de su hora de comer y vio a aquel hombre desconocido, abriendo y cerrando gavetas, revolviendo objetos con manos ansiosas, supo de inmediato que no era uno más de su real estirpe, sino algo peor: un ladronzuelo de quinta que como Pedro por su casa llegó a esa oficina pública. Así que Emilio estaba consciente de que corría un riesgo, pequeño o grande, no se supo en ese momento. Con voz firme dijo: -¿Qué busca aquí?-. El hombre relativamente joven, muy moreno y bastante feo no pudo ocultar su sorpresa. Pinche suerte, en ese edificio de mierda donde nadie se percata de nadie, supuso que podía cometer tropelías bajo el inefable disfraz del anonimato. Equivocado estuvo o la buena fortuna aplica restricciones, el caso fue que descubierto en flagrancia, se jugó la carta de baja denominación que todo pícaro posmoderno oculta bajo la manga. –Busco a Ro-Rocío- dijo de forma tan desconcertante que hubiera agraviado al gremio de los malandros.

Emilio, perturbado y sin la costumbre de pillar malvivientes. A punto estuvo de creerle, pero el ladrón, de muy poca monta, en momentos en que un detalle hace la diferencia, no pasó la prueba. Asustado, el hombre, buscó la acción evasiva, pero Emilio en inédita muestra de gallardía colocó su enjuto cuerpo en medio del camino y le cerró el paso. –Llama a seguridad- indicó con aplomo al primer entrometido que por allí apareció.

La seguridad llegó representada en dos veteranos agobiados, los acompañaban una docena de curiosos que ya conocían la novedad.

Emilio, un poco inquieto, se mordía la barba. Mientras los polis interrogaban al aparente ladrón, de nombre Benigno, que insistía en ser emisario de la supuesta Rocío. Los curiosos que para saciar morbos nunca faltan, aportaron nombres y áreas de las posibles Rocíos. Alguno, con alma de abogado de oficio fue en busca de todas las mujeres que se ostentaran como tales. Las que llegaron desconocieron al hombre de inmediato y volvieron a sus puestos un poco a disgusto. Sin saber lo que procedía, los hombres se miraron unos a otros, hasta que llegó una mujer, al corriente de los hechos, a buscar su bolsa de mano y encontrarse con la ausencia del monedero. Uno de los guardias (el menos agobiado) exigió al hombre voltear sus bolsillos. Una exclamación general acompañó la momentánea soledad del monedero rojo al caer al piso. Los curiosos que de a poco abarrotaban el lugar, experimentaron una sensación de placer. Saberse delante de un ladronzuelo confeso e inerme siempre es satisfactorio.

Emilio, al que habría que agradecerle el fortuito espectáculo, tenía sus dudas. Pasó por su mente largar al tipejo que ya sudaba copiosamente. Pero en lugar de eso, aportó la genial idea de llamar a una patrulla, a lo que el manilargo lloriqueó. –No vuelve a pasar jefe, se lo juro-. Dijo con un tono entre suplicante y lastimero, claramente amañado. Palabras que no hicieron estragos en Emilio pero sí en algunos presentes que sugirieron el indulto.

La patrulla no tardó ni una hora, y el protocolo judicial se llevó sin contratiempos. Los policías indicaron a Emilio que tenía que levantar un acta y a él no le quedó más remedio que acompañarlos. Sin auto y sin nadie que propusiera llevarlo, viajó en la misma patrulla, a un lado, respirando la agria transpiración y el inmundo aliento del hombre que acusaba de robo. Antes de iniciar su inquebrantable labor ciudadana, escuchó las palabras discretas pero bien intencionadas de otro burócrata como él: -Ves, lo hubieras dejado ir, ahora la vas a pasar peor que ese cabrón.

2

En el ministerio público se efectuaron las indagaciones y se encontró un amplio historial de picardías; el llamado Benigno respondía al alias del “Cotonete” y de su palmarés sobresalían robos y un asalto a mano armada. Emilio realizó su comparecencia, como en ese momento no había médico legista, tuvieron que trasladarse a otro MP. Durante todo el camino, de no más de 20 minutos en patrulla, el Cotonete repitió aproximadamente setecientas veces: -Deme chance jefe-. Por suerte en el otro MP si hubo médico legista.

Cerca de las once de la noche, por fin Emilio se pudo ir a casa, pero bajo advertencia de que le llegaría un citatorio para ampliar declaración e iniciar un careo. Todo el camino que hizo a pie del MP a la estación San Pedro de los Pinos, fantaseo con la posibilidad de perdonar al Cotonete sobre todo para evitar las desazones legales que le esperaban. Cuando iba a ingresar al metro, sintió el llamado del hambre instalándose en su estómago. Volvió sobre sus pasos a un puesto rezagado de quesadillas. Tres o cuatro zancadas lo separaban del merecido bocadillo cuando un par de hombres le cerraron el camino y con una navaja y muchos “hijo de tu puta madre” le exigieron sus valores.

Más tarde, en el vagón semivacío, el agotamiento por la dura jornada y la falta de alimento; Emilio jugueteo tristemente con las suposiciones: -Si hubiera… si no hubiera… mío, no se llevó nada…-

La mañana siguiente, en su trabajo no faltaron los curiosos ávidos de pormenores. Emilio aportó lo que pudo, evitando comentar su experiencia con los otros delincuentes. Conforme repetía la historia, se daba cuenta de que la gente lo escuchaba con cierta lástima. Primero pensó que ésta se debía a lo pasado, pero se fue dando cuenta que esa extraña compasión también incluía el presente y el porvenir inmediato, cosa que no dejó de alarmarlo.

No hubo novedades durante un par de semanas, salvo una noche que Emilio soñó que entre varios maleantes lo golpeaban mientras insistían con la tal Rocío. Emilio despertó agitado y sudando frío. Le costó trabajo conciliar de nuevo el sueño.

Una tarde en su oficina a punto estaba de irse a casa, cuando llegaron un par de policías judiciales a buscarlo. En principio creyó que el motivo era para entregarle el citatorio, pero casi de inmediato supo que iban a arrestarlo por no acudir a ampliar declaración. La oficina pública se transfiguró en escenario teatral. Alguien corrió la voz de que la chota se cargaba al flaco y en segundo el lugar se colmó de curiosos. Los judas que tenían jetas de primos-hermanos del Cotonete, ya conducían casi cargando al pobre de Emilio, ciudadano ejemplar, el cual descargaba su furia contra la torpe secretaria que nunca le entregó el dichoso citatorio.

Con dinero, abogado y sinsabores Emilio evitó el arresto pero quedó con ganas de nunca más denunciar a un ladrón. Sin embargo lo iniciado tenía que concluirse. Así que se llevó a cabo el careo, en el que participó no sólo Emilio, sino la mujer del monedero. A ésta, se supo después, el Cotonete vitupero en exceso; le dijo Puta, pendeja e hija de la chingada entre otras florituras que derrumbaron a la chica. En cambio a Emilio lo trató como un lord disculpándose repetidas veces y ofreciendo su palabra de honor de no volverlo a “hacer”.

Antes de irse, Emilio y su compañera visiblemente afectada, tuvieron la mala suerte de encontrase cara a cara con la familia del inculpado. Una madre mofletuda, al colmo de fea y con delantal, encaró a la parte acusadora. A esas alturas Emilio vivía en una especie de ensoñación, las amenazas, vulgaridades y afrentas dirigidas contra él, se quedaron contenidas en una espesa nube que bloqueaba su entendimiento.

Los detalles del resto del proceso son insignificantes. Al Cotonete o Benigno, como quiera recordársele, le declararon una condena de 10 años sin derecho a fianza. Emilio creyó que la experiencia amarga fenecía, pero nada de lo malo acaba realmente. Esto lo supo la tarde de vuelta a casa, mientras tres hombres lo seguían.

No es querer hablar mal de los burócratas, pero correr para salvar el pellejo, quizá no esté en sus hábitos de salud. Emilio tropezó en su torpe carrera y largó un gritillo penoso y lleno de pavor. Escuchó claramente: -Te vamos a romper la madre por mancharte con el Cotonete-. Nuestro cabal ciudadano se enconchó para proteger zonas vitales. Lo primero fue un pisotón salvaje en las costillas, el siguiente un punta pie en la nuca. Antes de que la vista se le nublara por completo y su mente comenzara a abandonarlo, escuchó las palabras discretas, pero bien intencionadas de otro burócrata como él: -Ves, lo hubieras dejado ir, ahora la vas a pasar peor que ese cabrón-


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