jueves, agosto 02, 2007


DURANTE UN VIAJE SE ESTÁ EN NINGUNA PARTE


Por

Darío Basavilbaso
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Para Ulises Guzmán


Existe una tradición familiar impuesta por mi abuela y es que siempre que se viaja se estrena ropa, una preferencia que bien puede ser una superstición.
Antes de viajar siempre pienso que moriré, que el avión caerá, respetuoso a las leyes de gravedad y no habrá más que hacer. Cuando llego al aeropuerto es imposible seguir pensando trágicamente, los métodos aeroportuarios me victimizan, agrego a esto que los zapatos nuevos por lo regular son incómodos.
El vuelo saldría en una hora, tenía suficiente tiempo para meditar sobre mis dos años en la Argentina, había llegado con la intensión de estudiar, pero poco o nada hice al respecto.
En la sala de abordar del aeroparque de Ezeiza me sentía ya en México, con cierta nostalgia recordaba mis días pasados y deseaba confusamente, no irme, regresar, quedarme.
Me solazaba en reminiscencias cuando una mujer llegó a sentarse exactamente delante de mí, su belleza me obligó a dedicarle toda mi atención. Mientras la miraba pensé que uno de los inconvenientes de dejar Argentina, era ese, la oportunidad de ver mujeres bellas y arrogantes. Desde ese momento la seguí siempre con la mirada, a pesar de que con un soslayo indiferente, la bella mujer me indicaba que cualquier intento de mi parte sería inútil. Deseé sin embargo que el azar me colocara a su lado a la hora de tomar asiento, pero no fue el caso, la bella mujer se aposentaba justamente seis lugares delante y del otro lado del pasillo, sólo tendría el placer de contemplar su castaña cabellera durante todo el viaje.
El vuelo a México se componía de varias escalas –era el viaje más económico- la primera sería en La Paz; el único inconveniente en estos casos es la espera, pues durante un viaje se está en ninguna parte.
El avión se deslizaba suavemente entre las nubes, me sentía reconfortado, tranquilo, volvía a México y no importaba demasiado en ese momento. Los parpados se me cerraban, el lánguido movimiento me invitaba al sueño, íntimamente deseaba cerrar los ojos y abrirlos en mi destino final.
Llevábamos algunos minutos de vuelo cuando un sonido imprevisto llegó de los motores y el avión se elevó abruptamente. La bebida que descansaba en la mesita abatible, se me vino encima desperté de un sobresalto. Un rumor general de sorpresa recorrió todo el interior de la nave. Me asomé a la ventanilla, vi muy cerca la vegetación famélica que vive en los rústicos cerros bolivianos. Vi también un árbol muerto, su seca raíz casi la podía tocar. Un golpe inesperado llegó por debajo de mis pies, seguido de una serie de sacudidas. El avión se agitó a sus costados y un nuevo golpe, más fuerte provocó un alarido general. Sin demasiado pánico me dije que iba a morir, morir en un accidente aéreo, me alegró en ese momento saber que de alguna forma siempre lo supe. La nave no dejaba de sacudirse, parecía un pájaro enfermo a mitad del cielo. Alguien entonces gritó, fue cuando nos percatamos del verdadero alcance de la situación y que algo debíamos de hacer. Los que pudieron comenzaron a rezar; en voz alta, a murmullos, en hinojos o con los brazos ofreciendo plegarias. Los Padresnuestros, los salmos y las avesmarias se mezclaban en una inequívoca solicitud de misericordia.
Un hombre laico no quiso o no pudo esperar la salvación y dejó su asiento para correr en dirección a la cabina, como pudieron las azafatas bloquearon su camino, el hombre, enloquecido, inquieto corrió en sentido contrario, tal vez buscando un atajo.
Un hombre que parecía indiferente, desmontaba con las uñas la estructura de una de la ventanilla del avión. Una azafata que lo alcanzó a ver se arrojó hacía él y evitó que lograra su cometido, que vale decir, estaba por lograrse.
Otro pasajero, un hombre mayor, no soportó la circunstancia y se llevó las crispadas manos al pecho, los ojos se perdieron en sus órbitas y cayó sobre su mujer que a gritos pedía auxilio.
Habría que aceptar que las azafatas eran profesionales, que ante la inminente e iracunda muerte, lograban mantenerse firmes, controlar a los pasajeros, controlarse ellas mismas, excepto una que al parecer era su primer vuelo y cayó en una crisis nerviosa y hubo que encerrarla en uno de los baños.
El resto de los pasajeros; los que no rezaban, los que no trataban de huir volando, los que no querían adelantarse a la muerte, solamente se aferraban a sus asientos, esperando
el golpe contundente, con los ojos cerrados y las mandíbulas rígidas.
La bella mujer que estaba seis lugares delante de mi, lloraba a lo bajo, no con el fervor de quien va a morir, sino con una leve resignación de pérdida. Me acerqué a ella, me senté a su lado, noté que estaba sola, que su pecho se agitaba al compás de su respiración, que sus labios húmedos y sollozantes eran una invitación a consolarla a morirse con ella.
-No tengas miedo- le dije, ella me miró al principio con sorpresa, después se volvió más sollozante, coloqué suavemente su cabeza sobre mi hombro, cuando iba a acariciarla, un hombre me cayó encima, una azafata le había propinado una trompada y lo esperaba desafiante para darle otra.
El avión volaba a muy baja altura desde la ventanilla se podían tocar los árboles más altos. La muerte se dilataba en llegar, creí que la espera sólo era una magnánima extensión de vida para hacer algo que valiera la pena; y así lo hice: busqué con mis labios los labios de ella y la besé, su aliento no era el más seductor, el miedo le daba un olor insecticida, pero no se apartó. Puesto que en cualquier momento todo se acabaría, la tomé de la mano y la llevé conmigo, la azafata había dormido de un cachetazo a su contrincante, el que hasta hacía un rato trataba de largar por la ventana ahora lo intentaba por la puerta, las otras azafatas se aferraban a su cintura para mantenerlo alejado. El que buscaba la cabina estaba exhausto, agazapado lloraba en un rincón. El que tuvo el infarto estaba pálido y con los ojos cerrados pero no parecía muerto; los demás pasajeros sólo esperaban.
El pasillo era más o menos viable y de la mano de la bella mujer busqué el baño, ella iba un poco sin conciencia de sí. Llegamos a la puerta, el interior estaba ocupado y se escuchaba un gemido femenino y constante, a veces profundo. A pesar de que esperamos algún tiempo los ocupantes nunca salieron. Una de las azafatas se nos acercó y con tono malediciente nos obligó a volver a nuestro asiento.
Hasta ese momento todo era como una pesadilla prolongada, el avión no caía definitivamente ni remontaba el vuelo, era como una cometa, con el viento a punto de serle desfavorable. Cuando estuvimos sentados nuevamente yo le pregunte como se llamaba. Andrea -me dijo, sin demasiado interés-. –Andrea- le pregunté solícito: -¿si nos salvamos podemos vernos otra vez?- ella miró hacia el exterior antes de responderme, una nueva sacudida nos echó para adelante. –No- me dijo-. Si nos salvamos no.
Si de cualquier manera íbamos a morir no importaba lo que hiciéramos –pensé- además que nadie nos prestaba mucha atención. Comencé a desabotonarle la blusa, por debajo de la pollera metí mi mano y palpé con la yema de mis dedos una breve tanga, voltee a mi alrededor, aunque alguno estaba pendiente poco me importaba, moriríamos, al final de cuentas.
Yo trabajaba con tesón, mientras Andrea indiferente ni soslayaba ni motivaba mis ímpetus. Una voz agitada llegó de los parlantes, era el piloto que con tono absorto nos informaba que un aterrizaje de emergencia estaba próximo, indicó que sujetáramos nuestro cinturón, todos obedecieron de inmediato, incluyendo a Andrea que me dio un empujón y se colocó el cinturón con la blusa abierta y la bombacha a la altura de las rodillas. Cuando el avión toco tierra hubo una última sacudida, pero nadie gritó, sabíamos que era el preludio a nuestra salvación. El avión se detuvo después de un rato y quedó inclinado sobre su ala derecha.
Cuando voltee Andrea ya se había arreglado la bombacha y abotonaba la blusa. Le iba a decir algo pero no pude, ella salió disparada del asiento y fue a colocarse lejos de mi.
Los bomberos nos sacaron por una ventanilla, tendieron escaleras y por allí bajamos, fue un momento de bochorno, éramos como tontos descendiendo con dificultad, con nuestro pobre pellejo a salvo. Una mujer gorda no supo como se utilizan esas escaleras y calló sobre un bombero que esperaba abajo. La gente hablaba –la que podía- del susto. Yo busqué a Andrea con la mirada, cuando la localicé, cuatro bomberos la auxiliaban a ella sola. Se nos condujo a una gran sala, un médico nos revisó a uno por uno, yo fui el último en ser oscultado, me dijo que estaba bien pero que tendría pesadillas por un tiempo.
Nos hospedaron en un hotel de lujo, comimos bastante y los responsables de la línea aérea tenían un especial interés en emborracharnos. Al calor de las copas por la noche escandalicé en el hotel buscando a Andrea, nunca la encontré, por más fuerte que grité su nombre.
A la mañana siguiente la vi, estaba formada para abordar el avión, le hice una seña para despedirme, no me hizo caso. Cuando la nave tomó pista me marché, mis zapatos aún me molestaban, nunca más estrenaría ropa al viajar, es más, nunca más viajaría.

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