lunes, octubre 11, 2010

La Calderona

Abadesa erótica


Por Miriam Badillo


Para excitar, encender, encantar, desnudar, acariciar, besar y ser actriz vino María Calderón al mundo. Nacida en uno de esos corrales de comedias madrileños, ahí en medio de esos patios hoscos y primitivos, surgió con la cabellera hasta los tobillos, las pretensiosas curvas, los labios húmedos. Su pensamiento era sensual lo mismo que su andar, nadie podía verla sin sentir que algo le ocurría a su sangre, que algo le hervía por dentro. Le gustaban los reyes, el cuarto de los llamados Felipe se enamoró retorcidamente de la Calderona, la quería para él, quería ser dueño de sus horas, de sus aromas, de sus risas. La ataba por las noches mientras el volvía al lecho matrimonial, pero, nadie sabe cómo, María siempre se libraba de sus nudos y andaba por ahí, medio disfrazada, con su corona hecha de trenzas gruesas y amarillas, con amantes instantáneos de todo género. Se decían barbaridades y el rey se moría de rabia y de amor. Ella lo quería a su modo, le encantaba su sensualidad y los lazos carnales entre ellos eran furiosos y adorables. Un día la comediante quedó embarazada. No había duda de la paternidad, a pesar de las andanzas nocturnas y los amantes varones, el rey tampoco dudaba. La preñez no la puso gorda ni desaliñada; llegados los nueve meses salió el niño sin provocar dolores, ni humedades, sin manchar sábana alguna. Era el niño más hermoso que se hubiera visto, al menos en Madrid. El rey tuvo su oportunidad de venganza, le arrancó al hijo y, por vez primera, la mujer derramó unas lágrimas cristalinas y brillantes como joyas. La hizo ingresar al monasterio de san Juan Bautista, ella aceptó el encierro a cambio de recibir las visitas de su príncipe bastardo de vez en vez, siempre más bello, y la de su rey, tan malamente enamorado, varias noches por semana. En el monasterio no le faltaron amantes, su encanto estaba intacto bajo los hábitos, de los cuales se despojaba cuando le venía en gana y andaba desnuda por los jardines, las trenzas deshechas, el cabello volando como cola de cometa. Se volvió abadesa y no salió nunca más de su aparente cárcel, ni siquiera el día de su muerte: su cuerpo de treinta y cinco años, increíblemente intacto, quedó enterrado en los jardines del convento.

Biografía imaginaria a la manera de Marcel Schwob



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