miércoles, febrero 28, 2007

Un par de niños, siendo niños.
Foto y texto por Miriam Badillo


Confía en mí, dime lo que no has dicho a nadie, trata de recordar. Estoy seguro que en tu mente navegan recuerdos invisibles- compuestos de imágenes fugitivas, apenas reconstruibles, como son las de los sueños por la mañana- adheridos a otros luminosos y felices. Decía él con los ojos húmedos y los dedos tibios con que recorría la cara y el contorno de las uñas de ella.
Es de noche, ahí dentro es de noche, hay una vela encendida en alguna parte de la habitación, están tumbados en la alfombra, de costado, uno frente al otro. Ella recuerda pero no lo dice, solo deja que él siga hablando mientras mira la llama dentro de sus ojos. Es una niña de cinco años, va de visita a casa de su abuela, lleva un vestido de diminutos cuadros color café y blanco en cuya parte frontal está incrustado un pájaro de tela amarilla con un pico rojo de plástico, en relieve. Recuerda eso y unas escaleras húmedas y musgosas que conducen a una habitación luminosa, llena de juguetes de niño. Ella mira sus zapatos negros mientras sube las escaleras, le gusta el brillo oscuro del charol en contraste con las gruesas calcetas blancas que están dentro, cubriendo suavemente sus pies. Después todo es incierto y solo recuerda los brillantes colores de las canicas dentro de la bolsita de plástico transparente mientras se sumerge en una extraña confusión de sensaciones.
Él baja el tono de su voz, acerca un poco más su cara, ella puede sentir su aliento perfumado de cerveza oscura, sigue hablando: quiero que me inundes de tus recuerdos, que tu memoria se mezcle con la mía y que luego ya no sepamos a quien pertenece que imagen, que no podamos distinguir si tal o cual escena es parte de tu vida o de la mía, o una mezcla de ambas o un invento o una premonición. Ella recuerda, si. La voz de su madre resonando en medio de la oscuridad, del silencio de la noche, de la fatiga de uno más de sus días sin reposo, le susurra historias mientras sostiene un rosario en la mano, debajo de las sabanas. Le habla de todo lo que recuerda, todo lo que brilla en su mente con una nitidez milagrosa, infancia, adolescencia, juventud, todo está ahí listo para ser descrito, proyectado como una película gastada y abismal de principio a fin.
Él no ha dejado de hablarle, aunque ahora yace boca arriba y ha dejado de tocarla, su voz es dulce : tú estás acostada junto a mí, tienes puesto un pantalón de gabardina azul, una angosta camiseta blanca sin mangas y llevas zapatillas, azules también, de diminuto tacón de aguja, no usas medias o calcetines y es por eso que las plantas de tus pies se endurecen y se ensucian; tus dedos son largos y tienes un empeine y un arco pronunciados que se traducen en curvas, hermosas líneas cóncavas y convexas. Ella piensa que él tiene puestos los zapatos de piel café, los calcetines a rayas azules en todas las tonalidades imaginables, los jeans gastados, una camisa gris oscuro de manga corta. Piensa en sus codos semiásperos, en los brazos esbeltos, en el pecho enrojecido. Puede ver el perfil de su cara pero prefiere recordar su rostro adolescente de frente, retratado en aquel barco en el que recorrió buena parte del continente hace muchos años. Cuando ella mira esa fotografía se sumerge en la fibra blanca y negra y lo acompaña en el periplo; el barco se mueve lentamente y el sol los broncea por igual mientras miran el mar, en silencio.
La voz de él se vuelve grave: podría jurar que ahora mismo estás recordando este momento, qué tu mente ha percibido algún olor repentinamente mientras pensabas en cualquier cosa y has tenido la sensación: déjà vu. Y todo empieza a serte insoportablemente familiar: mi voz, esto que estoy diciendo, tus propios pensamientos, la misma sensación déjà vu. Seguramente recuerdas como empecé a acariciarte, como me volví lentamente hacia ti y mientras te decía esto alargaba mi mano hasta tu cintura y buscaba tu piel debajo de la tela blanca de tu camiseta, como la hacía resbalar sobre tu costado, sobre tus costillas salidas, afiladas, y luego bajaba y se metía dentro de tu pantalón azul y mis dedos se enredaban en el algodón de los angostos tirantes ceñidos a tus caderas. Recuerdas todo eso y es como si lo vivieras dos veces al mismo tiempo. Sí, lo recuerdo, pensaba ella, recuerdo como mis manos se metían dentro de mi cabello y mi cuerpo se iba aproximando al tuyo hasta alcanzar tu boca y te besaba como ahora. Sí, ya lo había vivido, el aroma que me lo recordó es este, el de tu cabello mezclado a tu sudor y ahora al de mi saliva. Tu voz resonaba y se combinaba con el chasquido de las diminutas detonaciones de la mecha de la vela, con los sonidos de la tela que resbalaba, que frotaba ligeramente nuestra piel, y finalmente se mezclaba al ruido que producían nuestros cuerpos encontrándose.



miércoles, febrero 07, 2007

Mireya con palomas y sonrisa en la Piazza San Marco, Venecia.

Foto por Miriam Badillo


Mireya en medio de la neblina sobre uno de los siete puentes de Budapest que cruzan el Danubio, el Rio Blu.

Foto por Miriam Badillo


Don Manuel de espaldas frente al México profundo.

Foto por Miriam Badillo





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