lunes, noviembre 02, 2009


LA MEJOR ATAJADA DE MI VIDA.

Por

Darío Basavilbaso

Mi vida, cuando joven, la contabilizaba por atajadas. La primera que recuerdo fue a los 10 años, jugando una serie de penales contra Carlos, hincha de Boca. Yo era el único pibe hincha de un equipo de la B provincial que nadie conocía, por lo tanto, a la hora de elegir equipo, prefería a la selección y se daban los drámaticos e imposible duelos entre Argentina y Boca Juniors.

Esa tarde fue mi primera gran atajada. Recuerdo que Carlos acomodó el balón y mencionó a Alfredo Oscar Graciani, con aquel tono barroco de los comentaristas de radio, porque sabernos dentro de una crónica deportiva daba un carácter épico a nuestro juego. Yo no podía rezagar ese placer y con una voz más trémula, decía: - Luis Islas en el arco-.

En medio de las macetas que emulaban postes, abrí los brazos y di pequeños saltos, sabía bien que Graciani pateba buscando los ángulos, mis posibilidades de tapar el penal eran altas. Carlos pateó y yo me lancé a mi derecha, durante el vuelo, mientras el instantaneo placer de tomar la misma dirección de la bola me recorría el cuerpo, supe que pronto dejaría de jugar en la calle y alcanzaría el sueño de la cancha. Sentí mi cuerpo bastante alejado del suelo, mi brazo como independiente de mí y con caracteristicas felinas, alcanzando de sobra el tiro, el contacto en la palma de mi mano fue de lleno y el balón rebotó con la misma fuerza al lugar donde Carlos no lo podía creer.

Mi amigo, remató a contrapierna fue un tiro raso pegado a la maceta más lejana, la verdad sea dicha, habría sido un golazo pero en tanda de penales no valía.

-No vale, no vale- le dije agitando el dedo y mostrando ambas manos para librarme de cualquier responsabilidad.

Yo sabía que Carlos conocía las reglas, y esa en especial, pues cuando años después vimos juntos la tanda de penales entre Brasil y Francia en el mundial del 86, fue él quien dijo, -no debió de haber valido- refiriéndose al tiro de Bruno Bellone que pegó en el poste, luego en la cabeza de Gallo para finalmente entrar.

Pero esa vez fue diferente.

-Gol, golazo- dijo como una forma impune de evadir las reglas.

-Gané, gané- decía yo, como si hablara con un tercero imaginario.

-Golazo de Graciani- insistió Carlos, cerrando los puños y levantando los brazos.

En el barrio de La Paternal por esos años, no era muy confiable, dejar un balón en solitario a veinte metros de la portería, pero ambos sabíamos que si alguno abandonaba momentáneamente su convicción, a la vuelta, el marcador definitivo sería del que no se alejó del área penal.

-No seas puto Carlos, en tanda no hay remate- dije comenzando a exasperarme.

-Claro que la hay pelotudo, en final de Copa del Mundo entre Argentina y Boca Juniors sí la hay.

En parte mi amigo tenía razón, en nuestros torneos imposibles cabían esas posibilidades, pero aceptarlo implicaría que mi atajada se iba al carajo y era la mejor que había hecho hasta ese momento y además por si fuera poco, no existe nada peor en el mundo que seguido de una gran atajada venga un gol.

-Bueno, si querés lo repito- me dijo Carlos con una maña que me enfureció.

-No Carlos, no fue gol y yo gané.

Como si lo último no lo hubiera escuchado volvió a celebrar su gol con absoluta pedantería.

Yo creí en ese momento que vivía la primera gran injusticia de mi vida y que un dios legitimaba la iniquidad.

-Dale pelotudo, lo voy a volver a atajar- dije, convencido de que la justicia futbolística estaba de mi lado.

No fue necesario que alguno de los dos fuera por el balón, un viejo que atestiguo todo el quilombo, nos lo devolvió y se quedó parado para ver el desenlace.

Carlos repitió el ritual, yo me coloqué en el punto medio de las dos macetas, hice algún gesto ligero a la manera de Luis Islas, me era indispensable conocer al ejecutor de la pena máxima, cuando repitió Carlos el nombre de Alfredo Oscar Graciani supe que de nuevo vendría un tiro angulado. Y como Carlos era bastante idiota seguramente tiraría al lado contrario.

Dio cinco pasos hacía atrás, agachó ligeramente la cabeza como si esperara la señal del árbitro, cuando lo creyó conveniente corrió al balón, no sin antes largarme una mirada agresiva, en su penúltimo paso supe que patearía a la izquierda y así fue, pero esta vez raso. Como esperé un tiro alto, mi intento por tapar el penal fue bochornoso, pues el balón me pasó justo abajo del costado, el grito de Carlos estalló.

-Gol, golazo de Graciani.

La vergüenza y el coraje se apoderaron de mí, voltee a ver al viejo que nos devolvió el balón, desee con todas mis fuerzas que interviniera a mi favor y dijera algo, lo que fuera, la sola voz de un adulto me daría posibilidades de apelar, pero el viejo largó una risa irónica y reanudó su marcha.

No supe que más decir y sólo atiné a una burrada.

-Graciani no tira así.

Carlos ni siquiera me escuchó seguía celebrando como un auténtico pelotudo.

-Patea otra vez, es lo justo- le dije, pero con la convicción de que nada podía hacer.

Carlos detuvo su eufórica celebración por un momento, me miró como se le mira a un loco lamentable, cuando comprendió la esterilidad de mis palabras reanudó su celebración.

Mi atajada se iba al carajo, sólo quedaba una cosa por hacer y llegué hasta mi amigo por un lado, sigiloso.

Le pude haber dado mejor la trompada pero en el último segundo tuve miedo, ya habíamos peleado a piñas antes y siempre me ganaba, esa tarde de final de copa del mundo no fue la excepción.


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