viernes, marzo 02, 2012

El silencio de los tocaijis

Por Miriam Badillo




Los tocaijis aman el silencio. Es la razón por la que regresé. La temporada que pasé aquí, hace tantos años, fue de misterio y transparencia. En ese entonces llegué con aquella fiebre que me hizo andar de aquí para allá en un estado de curiosidad enfermiza; mis pies no podían detenerse, estaban locos. Nunca antes habían recibido la visita de un extranjero, pero no vieron en mí ninguna amenaza, ni nada demasiado distinto y me dejaron vivir entre ellos sin prestarme demasiada atención, sin mostrarla al menos.  Entonces supe que era el único lugar, de todos cuantos había conocido, al que me gustaría volver. Con mi andar demente y mi aún no saciada necesidad de los ruidos del mundo de aquel entonces, seguí el viaje.
    Ahora no me hace falta nada sino estar con ellos y escribir esto mientras mi cuerpo sigue la ruta de su natural desgaste, el fluir de su deterioro. Deterioro catalizado por uno de tantos desajustes de los que la naturaleza se vale para deshacerse de nosotros.
    Todo sigue prácticamente igual, esto es estrictamente verdad porque, debo precisar, los tocaijis no envejecen, al menos sus cuerpos no lo hacen. Ellos mueren con pieles jóvenes y brazos fuertes, dentaduras completas, cabellos coloridos. Para ellos un anciano es como un ser de otro mundo, no lo pueden entender. Pero cuando volví, mis antiguos conocidos recordaron quien era yo (luego de reconstruir con esfuerzos de arqueólogo mi rostro transformado, por arrugas, manchas y ausencias, en un viejo pergamino) y, fieles a su naturaleza ensimismada y distante, me aceptaron otra vez, me asignaron esta casa de dos habitaciones y un pequeño patio interior dotado de una silla y una mesa. Me alimentan con la mayor naturalidad y gentileza aunque una discreta curiosidad nunca deje de brillar en el fondo de su mirada.    
    Son seres afables; melancólicos y alegres al mismo tiempo. Sólo usan plenamente sus voces de diamante para cantar, por las mañanas y por las noches. En cambio, durante la realización de los quehaceres de su vida cotidiana  como lavar su ropa (hecha con telas de colores claros y tejidos livianos), labrar la tierra o cepillarse mutuamente el largo cabello sólo emplean unas cuantas frases cortas y una cierta cantidad de ademanes.
    La mayor expresividad de los tocaijis, la mayor densidad de su refinamiento, habita en su mirada. Son capaces de transmitir las más diversas emociones, hacer indicaciones, pedir perdón, consolar, herir. Eso es algo a lo que nunca podré acceder en su totalidad, no soy más que un admirador profano, un perenne no iniciado.
    Los tocaijis son los seres más serenos que he conocido y también los más frágiles. A veces, su melancolía excede su alegría y pueden morir en poco tiempo, sin una causa aparente. Es como si un viento repentino, de un origen desconocido, apagara la nutrida llama de una vela recién encendida.
   
    Todos los días salgo a dar un paseo, ellos me saludan con una elegante inclinación de cabeza y ojos sonrientes. Creo que saben que voy a morir muy pronto, pero su mirada no tiene ni la mínima nota de congoja o conmiseración. Para ellos mi muerte no es lo impactante sino mi vejez, palabra que, desde luego, para ellos no existe. Mi cabello blanco, mi espalda encorvada, mi andar pausado, mi boca deshabitada, mi piel plegada y áspera. Eso es lo inconcebible. Ellos sólo conocen las edades de la infancia, la juventud y una cierta edad madura en la cual se estanca el proceso físico, aunque no el mental o emocional.
Mis paseos concluyen siempre a la orilla del mar,  ahí  permanezco un rato tumbado al sol, en la arena. Siento como mi carne se confunde con el calor, la luz y la Tierra, estoy vivo. Para los tocaijis hacer algo así sería una locura: su fascinante delicadeza involucra también la de una piel pálida y delgada que no tolera demasiado las variaciones climáticas o todo aquello que no sea tibio, templado, suave, liso, moderado. Entonces me siento afortunado por mi piel curtida, mis manos de salvaje, mis cicatrices, mis huesos astillados. El contraste no podría ser mayor y es por esto que sólo entre ellos puedo ser lo que siempre imaginé que sería al final de mis días: un viejo lobo que va a morir en medio de un silencio sereno, sencillo, transparente. No puedo pedir nada más.   

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