martes, diciembre 14, 2010

ESPINOZA

Por Darío Basavilbazo


Los charcos más profundos se acumulaban debajo de los columpios, al final de las resbaladillas. El aroma a tierra mojada se extendía por el aire fresco.
Carlos y yo caminábamos por la vereda desolada. Hace menos de una hora, las calles y los juegos eran un hervidero de chicos, pero de pronto la lluvia torrencial y en cuestión de segundos todo quedó vació. Pero estos aguaceros son así, feroces, intempestivos pero breves, lo sabemos. También sabemos que al entrar a casa pocas ganas quedan de salir de nuevo, sobre todo cuando el sol ya comienza a despedirse.
Así que allí estábamos, aburridos, maldiciendo el reciente temporal. Yo iba detrás de mi amigo y aunque los pasatiempos eran mínimos, lo prefería a estar con mi padre viendo televisión.
-Si no encuentro que hacer, me voy- advirtió Carlos y rogué porque un paliativo apareciera en los próximos minutos. Era la quinta vuelta a la manzana y sin encontrar a nadie que propusiera un juego, una fechoría.
De pronto la expresión de Carlos pasó del fastidio al entusiasmo. A la distancia un niño en cuclillas observaba con detenimiento algo en el suelo. Al principio no pude distinguir quién era, conforme nos acercamos lo hice, se trataba de Espinoza, el chico más antipático e inofensivo del barrio, a su vez hijo y hermano de las dos mujeres que más motivaban nuestras incipientes fantasías. Esa tarde Espinoza, con una sorprendente concentración, recolectaba insectos debajo de las piedras, por eso no se percató de nuestra presencia y sólo con la patada de Carlos que recibió en el costado supo que alguien importunaba sus devotos estudios entomológicos.
-¿Qué haces con esos insectos, maricón?- le preguntó mi amigo con ese tono bravucón aprendido de su hermano mayor.
Espinoza, que hizo un esfuerzo por disimular el dolor, no respondió y quiso levantar la bolsita de nylon transparente que contenía dos cochinillas (hechas bola), una araña embarazada y varios gusanos de tierra.
Carlos lo impidió colocando su pie sobre la mano del niño y apoyando todo su peso. Esta vez Espinoza no pudo ocultar el daño y emitió un grito agudo y lamentable que me llenó de vergüenza. Hice un intento tímido por persuadir a Carlos de que no lo lastimara más. Pero, en lugar de hacerme caso, atendió mí pedido con un puñetazo justo en la boca de mi estómago.
Bien sabía Carlos que lejos de devolverle el vilipendio me alinearía a sus propósitos y así fue; después de recuperar el aliento, adopté la actitud servil del subordinado a la fuerza. Carlos retiró el pie de los dedos del chico sólo para darle un puñetazo entre la oreja y la nuca. Espinoza se cubrió y emitió un llanto suave, producto más del miedo que del dolor. Mi amigo exigió mi parte en el castigo; en un principio no me atreví, pero el puño de Carlos volvió a cerrarse y no tuve más remedio. Con disimulada precaución caminé un par de pasos hasta colocarme a un lado de Espinoza que había olvidado ya a sus insectos y mantenía el llanto mientras cubría su oreja con la misma mano sucia y sangrante que Carlos pisó. Con absoluta desgana lancé una escrupulosa patada al trasero del chico. Él, que tenía experiencia en estos abusos a pesar de no sentir dolor, supo fingirlo, lo que mantuvo un momento a mi amigo complacido.
Carlos deliberaba consigo mismo, se esforzaba por actuar el papel de gánster. Miraba a su víctima como un enemigo de mucho cuidado al que castigar era un mérito. –Debemos llevarlo a los tinacos del edificio abandonado, allí sabremos que hacer- dijo y lo tomó de la nuca, lo puso en marcha con dos rodillazos al coxis.
El edificio abandonado no estaba muy lejos y al llegar, nos recibió el olor de meados muertos reavivados por la lluvia. Allí Carlos aventó a Espinoza con tal fuerza que el chico se raspó la cara contra el piso.
-Oye, qué te sucede- le reclamé a mi amigo, sin poder evitarlo. Esa ocasión no fue un puñetazo en la boca del estómago, fue una lluvia de golpes y patadas que también me mandaron al suelo.
Carlos puso de pie a Espinoza y con un cable que siempre traía en la bolsa del pantalón (su papá era electricista) amarró al chico a uno de los tubos del agua. Mientras yo trataba de componerme, escuché como Carlos hablaba con su víctima a lo bajo, pero con absoluto énfasis. Entre los murmullos alcancé a escuchar que repetía. –Me he cogido varias veces a tu mamá y a tu hermana- Al parecer esas palabras atormentaban más a Espinoza que los flagelos físicos, pues apretó los parpados como si eso le evitara escuchar.
Carlos insistió, ahora con un tono más alto, enfatizando las palabras más dolorosas. En medio de mi temor supe que a lo más que Carlos había llegado era a masturbarse, asomado en la ventana viendo a la madre o la hermana de Espinoza caminando por la calle.
-Ven acá- me indicó Carlos, -¿Verdad que me he cogido varias veces a la mamá y a la hermana de éste?
Yo no respondí de inmediato, y aunque mentía con mucha frecuencia, sobre todo a mi papá, sentí que no podía hacerlo allí delante del niño sobajado.
-No te has cogido a nadie todavía, eres virgen, me lo confesaste hace poco, ¿ya no te acuerdas?-
Carlos se volvió una furia y antes de lanzarme el esperado castigo, atacó con ferocidad suprema a Espinoza; le golpeó la cabeza contra el tinaco, con un palo de madera golpeó su pecho, costillas y riñones. En el suelo lo pateó mientras le decía que era verdad, pura verdad que se había cogido a su madre y a su hermana. Yo, que había utilizado toda mi energía en desmentir a mi amigo, no pude hacer nada por Espinoza mientras recibía aquella paliza.
-Vámonos- me dijo Carlos- está muerto y corrió a la salida del edificio, pero al ver que no lo seguí volvió sobre sus pasos y añadió con los ojos llenos de miedo –está muerto, nos van a meter a la cárcel.- casi pude entender que me quería a su lado, para no padecer en solitario su estupidez. Me jaló de la camisa pero no me moví, cerró su puño y lo colocó frente a mis ojos. Carlos era mi mejor amigo porque jugábamos futbol; porque deseábamos a las mismas mujeres; porque me prestaba sus revistas y yo las mías; porque a los dos, nuestros padres nos educaban poco y mal.
Le solté el mejor golpe que pude haber dado en mi vida, justo en su nariz, dio tres pasos atrás y cayó sentado. Sus fosas se enrojecieron y sangró profusamente. Iba a responder, pero ver el cuerpo pálido e inmóvil de Espinoza lo llevó a desistir y continuar con su enloquecida fuga.
Por algún tiempo esperé que mi amigo volviera, incluso tomé un ladrillo mohoso que usaría como arma llegado el caso, cuando me pareció que Carlos ya andaría escondido fui a ver si Espinoza daba alguna señal de vida. Al principio me pareció que cualquier intento de revivirlo era inútil, daba la impresión de haber rodado por un cerro lleno de guijarros. Le hablé, revisé sus heridas, más bien sólo las vi con repulsión. Acerqué mi oído a su pecho, al principio no escuché su corazón. Pero después de un rato oí un golpeteo muy breve. De pronto el cielo se despejó por completo y la luna se mostró en todo su esplendor, fue cuando Espinoza abrió los ojos. Al reconocerme buscó a Carlos como si prolongara una pesadilla, pero lo tranquilicé diciéndole –Se ha ido-.
Estuve un rato sin saber qué hacer, a ambos nos empapaba la luz brillante del cielo y no decíamos palabra alguna, con esfuerzo llevé a Espinoza hasta un sitio más cómodo. -¿Estás bien?- le pregunté, pero no hizo nada por contestarme. En algunos momentos y con mucha dificultad se intentó poner de pie con la intención de marcharse, pero yo, un poco con suplicas y otro poco a la fuerza lo mantenía allí, mientras pensaba.
-Si llegas a tu casa, tu mamá te va a regañar- era lo único que podía decirle y al parecer Espinoza creía lo mismo.
Tuve la idea de ir a casa, conseguir alcohol y ropa, pero temí que el chico huyera, al saberse solo.
Casi le rogué que me esperara, que no se moviera de allí. Mi padre apenas se percató de mi llegada, fui directo por lo que buscaba, agregué al contrabando algunas cosas de la alacena, unas frituras, una gaseosa y varios caramelos. Antes de salir vi unas monedas en la mesa de la cocina y también las tomé.
Espinoza me espero, antes de curarlo y vestirlo, le di las viandas y el dinero, que recibió sin problema. Le puse alcohol sobre todas las heridas a las que lloriqueaba un poco y pedía que le soplara. Cuando el pobre chico quedó ligeramente presentable, decidí acompañarlo hasta su casa. Durante el trayecto, ambos mantuvimos el temor (por separado) de encontrar a Carlos. Llegamos, sin novedad, hasta la puerta de su casa. Antes de despedirme de él, le supliqué que no dijera nada, él me miró de forma extraña, y como si su silencio dependiera de una sola cosa preguntó:
-¿Es cierto lo que dijo Carlos de mi mamá y mi hermana?-
-No- apuré a contestarle y agregué. –Ese lo dijo para fastidiarte-.
Espinoza quedó unos segundos mirándome para comprobar la verdad, al sentirse satisfecho, emitió un largo suspiro y tocó con los nudillos la puerta de su casa. Hasta ese momento me percaté de que del interior de su vivienda provenía una música estridente. Yo aguardé hasta que un joven con una botella de cerveza abrió la puerta. Del interior salió un aroma enrarecido, mezcla de la salinidad de la cerveza y el gusto dulzón del sexo. Antes de que la puerta se cerrara casi en mis narices, alcancé a ver la figura de Samanta, hermana de Espinoza, cubriendo su desnudez con una ligera sábana que traslucía su delicada figura.
Caminé un rato antes de volver a casa, todo el recuento de esa tarde me hundía en un profundo letargo. En una de esas vueltas sin sentido vi un auto detenerse con brusquedad y del interior una mujer descender con apuro. Supe que era la mamá de Espinoza, no sé por qué, pero me acerqué a ella. Era de esas mujeres que son el sueño de cualquier chico, olía a alcohol, a perfume barato. Ella al verme a su lado se detuvo, -¡Hey, hola!- me dijo como si fuéramos amigos. Sonrió con los labios descompuestos de quien ha trasnochado con frecuencia. Antes de irse me dijo algo que al parecer le costó bastante esfuerzo: -yo he visto que nadie juega con mi hijo, juega con él de vez en cuando, por favor, es un buen chico-. Hace un pequeña pausa, me toma de la mano y la dirige a su seno, -que yo sabré gratificarte- añade. Me estremezco de pies a cabeza, me suelto y corro a mi casa. –Recuerda lo que te dije niño- alcanzo a escuchar, en mi enloquecida carrera pisé uno de los enormes charcos que dejó la lluvia vespertina.

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