martes, abril 17, 2007




La pulsera de la muerte






Por Darío Basavilbaso
Ilustración de David Arzola


La pulsera era una especie de baratija de mal gusto, adornada con colores chillantes y una pedrería vulgar. No obstante estaba cargada con un explosivo en pequeñas proporciones, la primera, de estas, era una casi insignificante carga de cinco gramos; la segunda, un par de gramos menos insignificante.
Las cargas explosivas (como después se supo) eran suficientemente efectivas para causar un daño irreversible. La pulsera de la muerte se instaló en ese recóndito espacio incólume, destinado al horror.
Se tuvo un primer registro de la fatal ajorca no hace mucho tiempo. Según cuenta la tradición cotidiana, una mujer caminaba de vuelta a casa después de la jornada de trabajo, un hombre se acercó a ella, le colocó la pulsera con una maestría digna de admiración. Como un poeta rutinario le indicó que su vida corría peligro, que este peligro era negociable y la negociación ventajosa (para ambos). La mujer que entendía poco, pero que al parecer no sentía miedo, sino la confusión de un sueño inquietante. Trató de zafarse la pulsera, el hombre que hasta ese momento hablaba con fluidez no pudo evitar una precaución. Se propuso ser enfático, prevenir a la mujer sobre la consecuencia del comprensible arrebato, ella no hizo caso, al contrario, el lánguido énfasis la convenció de que la pulsera era una molestia, usó su determinación para arrancarla de un tirón. Evitar el despojo era la misión de la primera carga explosiva. Los casi insignificantes cinco gramos le llevaron de cuajo tres dedos, dedos de mujer que no dejan de ser interesantes, delicados, mustios.
El dolor se hizo grito, después tinieblas. La mujer abrió los ojos en una cama de hospital, no pudo, en principio, recordar qué la tenía allí, el dolor dormitaba en una fuerte anestesia, cuando se percató de su entorno vio ante si a un médico que la miraba con irritación. Trató de hablar, su boca era una masa pulposa incapaz de articular palabra, el médico la interrogó -¿cómo se hizo eso?- señalando con cierta repugnancia hacia su mano, la mujer intentó un lamentable balbuceo.
Por un extraño descuido la pulsera seguía en su sitio, tal vez por su ordinaria presencia no atrajo el interés de nadie, el médico indicó a una enfermera que quitara el accesorio, la enfermera obedeció de inmediato. Sin duda, el recuerdo de los acontecimientos llegaron de golpe cuando la enfermera sujetó su brazo. A alguien he oído decir que la memoria sirve de poco, cabe aquí la triste certeza.
La mujer murió irremediablemente, de dolor, de terror, de lo que haya sido, al médico su jerarquía le permitió vivir, pero con pesadillas de ese día en adelante. Sin embargo la enfermera quedó en el suplicio mayor entre muerte y vida: sus globos oculares, parte de su rostro -que alguien tuvo la desvergüenza de preguntar si era atractivo- sus dientes, su porvenir, largaron con la primera muestra de los alcances funestos de la pulsera de la muerte.
Fue un prometedor inicio, con una sólida presencia, cada vez que alguien perdía la vida o en el mejor de los casos algún brazo, todos nos hundíamos en un breve estupor, sólo deseando no ser el siguiente. Cierta tarde que caminaba por una céntrica avenida escuché un sonido similar al que produce un chasquido, a continuación un hombre con un muñón palpitante corría entre la gente. Los paseantes entramos en una estado de pánico, resolvimos igualmente correr utilizando nuestra ropa, nuestros cuerpo, como improvisado envoltorio de temblorosos brazos.
La justicia optaba por el mutismo, y por momentos, a frases celebres desconcertante: "nos enfrentamos a un nuevo tipo de tecnología destinado a hacer el mal". Hubo informes de pulseras truchas, vivillos que colocaban cualquier tosquedad en la muñeca de algún asustadizo y le exigía emolumentos. También se registraron falsas soluciones, charlatanes que aseguraban vender la pulsera de la vida que inutilizaba a la de la muerte, cierto fue que casi todos adquirimos alguna.
Un productor tuvo la idea de hacer un inconsistente largometraje sobre el tema, los que lo vimos gozamos un sutil placer morboso de ser parte de aquel miedo que ahora era una comedia involuntaria.
De a poco la pulsera de la muerte fue perdiendo prestigio, la avanzada de progreso del crimen la hundía en un irrespetuoso olvido, así llegó ante nosotros un frívolo culpable, un hombre gris, encorvado y silencioso que la justicia declaraba como el inventor y difusor de la pulsera de muerte. El fenómeno tomaba entonces un nuevo impulso, al culpable llegaban los comunicadores buscando un testimonio, algo en su mirada, en sus gestos, que lo acercara a la descripción del mismísimo demonio, el hombre nos desconcertó a todos, habló poco, siempre mirando al suelo. Lo único que agradecimos fue su sincera respuesta cuando se le preguntó sobre remordimientos para sus victimas . Sin dejar de ver el piso, emitió un limpio y seco: no.
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Después del insulso epílogo, se supo de algunos casos más de la pulsera de la muerte, casos aislados y sin sentido que poco nos importaban. Recordar esos episodios es como hojear viejos diarios en una anacrónica hemeroteca, Siento una rara nostalgia por las primitivas formas del prójimo criminal, ahora que no hay distinción entre lo real y lo virtual, entre lo que se va y lo que permanece, desconozco si este nuevo peligro que me ha perseguido durante meses, que no me ha dejado vivir, es sólo una estrategia más para llevarse hasta mi último centavo. No puedo ponerlo en duda, debo adaptarme.



MARZO 2007

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