martes, octubre 10, 2006

Un ange bleu
Foto y texto por Miriam Badillo

El tiempo se estira como un chicle. Lo estira con inconciencia, con placer, como cuando era niña y masticaba acostada boca arriba, con la cabeza colgando de la cama y veía todo al revés. Pensaba en el futuro, se metía los dedos sucios a la boca y tomaba una parte de la goma de mascar y la estiraba hasta convertirla en un hilo muy delgado. Lo mismo hacia ahora con los recuerdos, que se habían convertido en uno solo, muchos años concentrados en la imagen de una sola persona, en unos ojos, en una boca, una voz. Tantos años que se convertían en casi nada, en un chicle estirado a punto de romperse. Millones de minutos pasados al lado de ese ser eran ahora una sola cosa, un torrente unificado, casi sólido, empaquetado en la piel que envolvía el cuerpo mismo. Un jugo ahora concentrado que se había bebido gota a gota, segundo a segundo. Cómo era posible que todo ese tiempo, ese mar de horas se hayan convertido en esta cosa sólida y aprensible, tangible. Que todo se hubiera resumido en el sonido, en el significado de una sola palabra, pequeñita por lo demás: adios. Eso era todo. Tal vez no era que hubiera olvidado sino que no quería recordar. Tal vez todo estuviera dentro de su memoria, tan fragmentado e infinito como lo había vivido. Después de todo el tiempo no es la línea como algunos lo representan para no volverse locos tratando de entender, sino esta continuidad, esta permanencia, este cambio anclado en cada sitio, nada se mueve, nada avanza, yo estoy en la misma biblioteca desde hace años, es la misma, el espacio es el mismo, podemos desplazarnos en el espacio pero no en el tiempo, el tiempo es lo inamovible, lo eterno, una prisión. Es un inmenso e inagotable hoy.

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